Siempre nos quedará París


Publicado el viernes, 28 de Octubre de 2011
Por Verónica Escalante

“Si tienes la suerte de haber vivido en París cuando joven, luego París te acompañará, vayas a donde vayas, todo el resto de tu vida, ya que París es una fiesta que nos sigue.” Hemingway

Uno ya no sabe por dónde empezar a hablar de Woody Allen.  Ha traspasado todos los posibles umbrales, ha traspasado todas las fronteras (las de New York, las de su creación, las del ingenio, las de su propia persona devenida en personaje, ese personaje que se repite cada año, en cada ¿nueva? película) pero sabemos que, después de todo, se ha mantenido siempre en el mismo lugar, en las mismas obsesiones, en el mismo punto de inflexión que va desde  la tierna nostalgia de un mundo perdido para siempre hasta la brutal ironía de la extrema lucidez;  y su mundo es tan personal, dulce y melancólico que uno (otra vez) no puede más que buscar, lleno de esperanzas, en todas sus películas, un detalle, un destello, una marca o palabra para dar, al fin, con la eterna identificación: Woody Allen también soy yo.

Esta vez nos situamos en París, como sucedía (parcialmente) en aquella Todos dicen te quiero, pero ahora la ciudad nos remite a la referencia más obvia aunque más entrañable: Ernest Hemingway. París era una fiesta, libro de aparición póstuma, relata la estadía y las vivencias en París (una estancia “pobre pero feliz”) del genial escritor norteamericano, entre los años 1921 y 1926, cuando la literatura norteamericana parecía haberse trasladado a la ciudad luz: Gertrude Stein, Scott Fitzgerald, Ezra Pound, entre otros, pululaban por París inventando primaveras. La generación perdida se chocaba y hacía eclosión con otros artistas gigantes como Picasso, Dalí, Buñuel (la lista sigue y tiene nombres tan trascendentes en la historia de la cultura que impresiona y da envidia, mucha y de la peor). El libro no está, ni por asomo, entre las grandes obras de Hemingway pero es valioso como documento de una época y de una generación literaria insuperables, y además porque funciona como una especie de diario donde leemos algunas de sus ideas sobre el quehacer literario (y porque está bien escrito, hay gente que se empeñó toda su vida en escribir bien).

Ernest y Woody. Allen y Hemingway. El primer encuentro entre ellos tuvo lugar en “Memorias de los años veinte”, un cuento de Allen aparecido en Cómo acabar de una vez por todas con la cultura. El narrador se topa con Hemingway varías veces, en varias ciudades, y éste siempre termina rompiéndole la nariz (algo así como el cross a la mandíbula que significó para mucho de nosotros leer algunas de sus novelas). Hay en el cuento una caricaturización de algunos escritores y otros artistas, situación que se retoma en Medianoche en París, aunque en la película predomina más la ternura que la ironía.
Medianoche en París, que cuenta con los dos textos antes mencionados como germen, es nuestro sueño hecho realidad, el de los  que muchas veces fantaseamos con el encuentro con nuestros grandes ídolos literarios, con nuestros referentes culturales. Y este hombrecito que nunca se privó de nada se da también el lujo de recrear su propia fantasía, de homenajear a aquellos que hicieron mella en su formación, en un film  que es liviano y pasatista pero que tiene la  virtud de la dulzura y el sincero agradecimiento.

La historia comienza cuando Gil (Owen Wilson, genial haciendo de escritor fracasado, haciendo de Woody) llega a París con su novia Inez (Rachel McAdams) y sus suegros (Kurt Fuller y Mimi Kennedy), dos republicados recalcitrantes con quienes tiene varios encontronazos. En la ciudad luz, Gil, que en la actualidad es un exitoso guionista comercial hollywoodense,  retoma sus sueños más  preciados: el encanto de vivir en París (con aguacero) y terminar la novela que lo consagrará y le dará la oportunidad de dejar de escribir idioteces. Esta novela transcurre en una tienda de recuerdos. Y ese dato es el pie que nos permite insertarnos en el conflicto de la película: Allen trabaja la vieja creencia de que todo pasado fue mejor, esa estúpida mentira que nos decimos para no aceptar que lo único que tenemos (bien o mal) es el presente. Gil desea vivir en el París de los años veinte, los de esa época dorada en la Belle Epoque y ellos, en el Renacimiento. Nadie está conforme con lo que le tocó. Pero, por un motivo fantástico (diría “el motivo fantástico”, el que nos recuerda a Cortázar y su propia construcción de la ciudad), el pasaje, Gil logra concretar su fantasía: mágicamente (no sabemos ni queremos saber los mecanismos de ese proceso), una medianoche, se sube a un auto antiguo y aparece en los años veinte. Entre fiesta y fiesta nuestro antihéroe conoce a Hemingway, a Scott y Zelda Fitzgerald, a Cole Porter, a Gertrude Stein, a T.S. Eliot, a Pablo Picasso, a Jean Cocteau, a  Dali, entre otros. Estos personajes están representados desde sus estereotipos, desde la idea que tenemos de ellos, desde la idea que Allen tiene de ellos. Recomiendo prestar atención a las caras de Owen Wilson y  a pensarse uno mismo en esa situación. La ficción sigue siendo nuestra aliada más fiel.
Por lo demás, están los infaltables enredos y desenredos amorosos, la buena música, la buena fotografía (¡qué bellas y cuántas imágenes de la ciudad!), el correcto guión y el sello intacto de un autor que no puede parar. A veces me da la sensación de que Woody Allen huye de algo, de alguien, de la soledad, del desamparo, de la muerte.

Medianoche en París no está, ni por asomo, entre las grandes obras de Allen pero es un film entretenido, tierno y esperanzador. Todos necesitamos creer en algo, él también y la ficción sigue siendo su aliada más fiel.
Siempre nos quedará París porque París nunca se acaba, ni la literatura, ni la magia, ni el gigante Woody tampoco.


Estreno en Buenos Aires: 30 de junio  
110 minutos.

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